viernes, 25 de marzo de 2011

La Sacerdotisa de Jade



Sola y amargada, sabia y serena. Eterna. Así bajaba con cada paso las escaleras de la pirámide construída en su honor y representando a su madre primigenia. En sus delicadas pisadas dejaba ver sus pies por los pequeños huecos que sus sandalias tejidas mostraban. Su cara estaba cubierta por una máscara de jade con orificios para sus ojos y su nariz. Los labios eran de rubíes colocados con mucho cuidado, y en las puntas de sus carrillos se encontraban ocho perlas aglutinadas de tal forma que daban la impresión de ser la punta de sus mejillas. Su traje era liso y largo, como un lienzo que se mostraba casi transparente y de un color verde que dejaba ver su hermoso cuerpo de oscura, tersa, y firme piel. Y su pelo largo casi hasta los pies, como una cascada de oquedad, igual de negro y profundo que su mirada. ¿Y a quienes miraba?

La sacerdotisa de jade bajaba con su máscara y su lienzo. A cada paso daba una bendición a quienes le rendían culto y una maldición a quienes abusaban de su hechizo. Las danzas de quienes la esperaban, se escuchaban en todo el pequeño valle. Y ella, con su misteriosa cara y en la profundidad de sus ojos, permanecía en un trance tal que cada paso era un milagro. En la cima de la pirámide, el fuego era inmenso y provocado por el viento, una llama tal que desde lejos parecía un faro que iluminaba la región, y en la base, el rito comenzaba con el sonido estrepitoso del crujir de las ascuas.

En la piedra especialmente labrada, yacía un joven, que al igual que ella, portaba una máscara. La diferencia yacía en el material que, en el caso del mozuelo, era un tejido y le cubría toda la cabeza. El rizado cabello del joven, que había sido largo durante un tiempo ya, era cortado, por los asistentes de la sacerdotiza. Desnudo y sosegado, con un taparrabos y con un charco de sudor y lágrimas, el joven se resignaba a contemplar el cielo con su luna y los dioses de los astros.

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