viernes, 11 de mayo de 2012

El ermitaño 1

La mañana se levantaba lenta. El sol estaba casi en el zenit del cielo, y la neblina no se había disipado del todo. En la reja entretejida de un mimbre permeado en aceite de maíz, había capullos colgados, como si adornaran ese muro, configurados de manera tal que al primer rayo de sol habrían de sentir el calor matutino. Era tarde ya, y en la modesta cabaña al pie de la escabrosa barranca, el viejo ermitaño, de las montañas altas del valle, salía.

Su primer reverencia era hacia el sol, señor dador de vida, y mensajero del Primero que le dió sentido a todo, incluso al tiempo.  Las otras reverencias las hacía por costumbre, y siempre a señores diferentes. Que si el señor de la tierra, o de las aguas, que si el espíritu de los animales o el de la muerte, que si el dios del otoño o la del invierno. Había para cada cosa un señor y un día diferente. Pero para el sol, siempre había la primera reverencia durante el día. Así pues, el ermitaño caminaba tranquilo en las montañas alejadas de las urbes y defendidas por la noche, las estrellas y la voluntad de quienes les rendían culto. Esa mañana era algo diferente. Encontraba a su paso olores poco comunes en el aire, encontraba perturbadoras visiones en el agua estancada a la orilla del río. Podía escuchar los gritos de la guerra en la profundidad de la neblina, podía oler los cuerpos quemados y la sangre. Esta guerra no olía a perfumes, ni se escuchaba como un trance de honorables guerreros entregados al sacrificio de las flores. Esa ocasión, la guerra sonaba como en los viejos tiempos que yacían en leyendas primitivas, en las que los hombres peleaban por ambiciones y no por deidades, por poder y no por rituales, por imponer más que por hacer culto a quienes bendecían con abundancia las tierras bajas.

Caminando lentamente, como era su costumbre, esta ocasión no subió a la rivera alta de la montaña, dónde nacían los ríos. Esta vez, dejó su cubo de agua junto al río, colgado de un viejo tronco que salía del bosque, y partió cuesta abajo hacia los valles, dónde las ciudades y los templos se encontraban. En el camino, largo y abrumadoramente silencioso tropezó en distintas ocasiones por la premura de su caminar. Abrumado, y con el aliento de quien se ve asechado, se percataba que el los aromas hedían a cada paso. Violencia, gritos y muerte. Sangre de animales y personas, violencia iracunda y sin sentido. Temía que pudiera no ser humano el que hiciera tanto daño, temía que los espíritus estuviesen enfurecidos por la monotonía e indiferencia a su culto que las nuevas ciudades implicaban en cada uno de sus habitantes. Temía en la consecuencia de la herejía, y cual bello habría sido ese caso, pero la realidad era aún más terrible...