lunes, 26 de noviembre de 2012

Better off alone - The Black Angels


I feel so low.

Try me out for the evening. Living in a lie.
Your figure is alarming, take me to that fire.
I'm better off alone.

Living with a lady, one who helps me to decide.
Take me to that room girl, get me through this night.
I'm better off with one.

Punish yourself on the weekend, you sneak into that bar.
Open up that box girl, all that whisky is gone.
I'm better off alone.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

La masacre del templo de jade

Y los misterios encantan con un canto a quienes en sus sortilegios aletargantes caen, pues son estos de los primeros hechizos que usa quien viste la máscara de jade. Sin nombre y sin recuerdos, como un maniquí de dioses morbosos, la gran señora recita entre sueños y en un profundo bagaje de conciencia. Cae enseguida el primero de los mil soldados, y caerán y caerán, como moscas envenenadas que se aproximan sin suerte al cuarto de aquella posesión indecorosa. Y como los cantos atraviesan las paredes, los ingenuos asaltantes tapan con sus cuerpos las entradas de todo aquel matadero de bastardos.
Ese es el destino de quien desafía poderes primigenios. Su cobardía es como la de quien mata sin razón natural y por bajos instintos, sin fe y en desconsuelo. Es pecado usar la corrupción y la ambición para provocar el sufrimiento. Es peor desafiar el poder de quien le ha dado lo humano a lo humano. Si es error de decisión, por ignorancia o necesidad, quien ejecuta a monjes y niños inoscentes está destinado a la muerte. Pero es igual y más culpable quien manipula sociedades con su influencia humana y maquiavélica para cometer esos crímenes. Sólo que al ser tan grave su delito, es también más ajeno a la pureza de los seres de la más pura orbe.
Y así, mil soldados desaparecen en una neblina misteriosa. Y así, mil familias llorarán desesperadas sin saber la suerte de aquella armada. Así la imagen de alguien quién defiende en legítima defensa de lo sacro, quedará maldita por un pueblo, negada de contacto, odiada y reprochada por sus actos.  Y así, en el encanto más mortífero, deambularan por el templo encantado y eterno mil muertos sin paradero, mil almas inocentes de caprichos de humanos y seres divinos. Así, aunque el cometido del gran gobernante ha sido frustrado, también lo han sido las vidas, absurdamente desperdiciadas, dejando a un pueblo indefenso y a la merced de los bárbaros, de quienes no entran en el juicio de los dioses y tienen su alma destinada a un sufrir sin descripción ni consuelo, pero que en vida se dedican a lo atroz.
El orden de lo natural en ese valle se tornará húmedo y en neblina, aunque seco y fatigante, fragante a muerte y garante de mantener un orden ahi. La sacerdotisa saldrá de ese templo y uno a uno, los mil cuerpos serán enterrados y venerados. Así en tres años, quizás cuatro, el templo será nuevamente despejado, y de la flota ahí masacrada, nacerá un nuevo orden que en venganza alzará un imperio.

viernes, 11 de mayo de 2012

El ermitaño 1

La mañana se levantaba lenta. El sol estaba casi en el zenit del cielo, y la neblina no se había disipado del todo. En la reja entretejida de un mimbre permeado en aceite de maíz, había capullos colgados, como si adornaran ese muro, configurados de manera tal que al primer rayo de sol habrían de sentir el calor matutino. Era tarde ya, y en la modesta cabaña al pie de la escabrosa barranca, el viejo ermitaño, de las montañas altas del valle, salía.

Su primer reverencia era hacia el sol, señor dador de vida, y mensajero del Primero que le dió sentido a todo, incluso al tiempo.  Las otras reverencias las hacía por costumbre, y siempre a señores diferentes. Que si el señor de la tierra, o de las aguas, que si el espíritu de los animales o el de la muerte, que si el dios del otoño o la del invierno. Había para cada cosa un señor y un día diferente. Pero para el sol, siempre había la primera reverencia durante el día. Así pues, el ermitaño caminaba tranquilo en las montañas alejadas de las urbes y defendidas por la noche, las estrellas y la voluntad de quienes les rendían culto. Esa mañana era algo diferente. Encontraba a su paso olores poco comunes en el aire, encontraba perturbadoras visiones en el agua estancada a la orilla del río. Podía escuchar los gritos de la guerra en la profundidad de la neblina, podía oler los cuerpos quemados y la sangre. Esta guerra no olía a perfumes, ni se escuchaba como un trance de honorables guerreros entregados al sacrificio de las flores. Esa ocasión, la guerra sonaba como en los viejos tiempos que yacían en leyendas primitivas, en las que los hombres peleaban por ambiciones y no por deidades, por poder y no por rituales, por imponer más que por hacer culto a quienes bendecían con abundancia las tierras bajas.

Caminando lentamente, como era su costumbre, esta ocasión no subió a la rivera alta de la montaña, dónde nacían los ríos. Esta vez, dejó su cubo de agua junto al río, colgado de un viejo tronco que salía del bosque, y partió cuesta abajo hacia los valles, dónde las ciudades y los templos se encontraban. En el camino, largo y abrumadoramente silencioso tropezó en distintas ocasiones por la premura de su caminar. Abrumado, y con el aliento de quien se ve asechado, se percataba que el los aromas hedían a cada paso. Violencia, gritos y muerte. Sangre de animales y personas, violencia iracunda y sin sentido. Temía que pudiera no ser humano el que hiciera tanto daño, temía que los espíritus estuviesen enfurecidos por la monotonía e indiferencia a su culto que las nuevas ciudades implicaban en cada uno de sus habitantes. Temía en la consecuencia de la herejía, y cual bello habría sido ese caso, pero la realidad era aún más terrible...

domingo, 8 de abril de 2012

El rito de Otoño


La luna, como un faro de infinito resplandor, como el sol pero de luz fría, iluminaba ese rito entre humo y cenizas. Cada cráneo estaba colocado en el altar de tal manera que, vistos desde arriba, formaban una espiral en cuyo centro se encontraba un danzante. Su piel era morena, con un color oscuro como el de un mulato. El lugar era una playa en la que los riscos fungían de gradas, y los cantos eran proporcionados por un sólo sonido de mil voces en trance. De vez en cuando, los silencios entre estrofas permitían que en lo profundo de la selva se oyeran los cantos de aves exóticas, como excitadas por los sonidos de la costa apartada. Y era la luna la que, entre nubes de verano, se ocultaba de vez en vez.

Y en el centro, el danzante había parado y caía agotado en el piso. Sudando sangre, convulcionando y alucinando, soltando espuma blanca que con la arena se mezclaba en sangre y sudor.

De los cuatro extremos cardinales al centro de la ofrenda, cuatro hombres, propiamente vestidos, caminaron en silencio, despacio, descalzos y con sus batones blancos y lisos, arrastrados sobre la superficie con piedra labrada.
Y en el pedernal con desnivel, yacía el danzante inconsciente, ahora calmado, al parecer habría dejado de respirar.

La espiral que marcaban los cráneos no era más que un zurco proveniente de los cuatro puntos cardinales al centro, así que los hombres se hundían en agua, que en esa noche reflejaba el polvo de cuarzo en el zurco acanalado en el que caminaban. Era casi llegando al centro, que sus vestimentas terminaban mojadas por las aguas estancadas de ese malecón, peculiar y perturbador, a mitad de esa playa en forma de media luna.

Otras voces en lo profundo de la selva aledaña reían como burlándose del rito. Las risas tan perturbadoras como la noche, las almas tan oscuras como el infinito reflejado en la obsidiana de las cuatro cuchillas que en sus manos alzaban. Y los cantos, callados y aletargados como el chocar de las olas con la playa. El danzante yacía amarrado, y su vida, un sacrificio imposible de postergar.