miércoles, 7 de septiembre de 2016

El olor del primer día de noviembre



Lutos y sombras que se disipan a cada amanecer y respirar. El aire es lo que purifica en cualquier caso. El aire y el tiempo. La amplitud y el vacío. Lo profundo de los sueños y lo onírico del brillo en los lagos del mundo. Recordar que entre la oquedad del silencio se encuentran los recuerdos mas ruidosos, la conciencia mas pura. Es entonces revivir en holograma un pasado quizás no deseado.

Del otro lado del universo se encuentran el vacío y el olvido. Un cadáver abandonado en un callejón que nunca existió en una ciudad sin personas. Un montón de evidencia sepultada, actos jamás concebidos, ni sentidos... ni nombrados si quiera. Enclenques ideas susurradas con el respirar del tiempo, la disidencia de lo deseado, lo querido y lo envidiado.

Que fea es la envida. Envenena el alma como la envenena la ira, como la quema el sol, como la congela una lluvia en otoño. Gotas que caen como letras de cartas que jamás serán entregadas ni leídas, mucho menos respondidas por los pasos firmes de alguien decidido a sepultar con su voz la indiferencia y encarnar su aliento con el presente. Suspiros que en el diafragma alcanzan su máxima nostalgia. Ojos de cristal que se rompen en el primer parpadeo, en el primer desconsuelo de octubre: el primer día de Noviembre. Y es que el frío quema y proclama con victoria la muerte ante la vida: la sangre gélida de un difunto se hace inminente, y dentro de pronto se integrará a la tierra sin mas remedio que nunca más ser nombrado.

¿Y que es la tierra sin flores o sin arena? ¿Qué es el mar sin las olas y su espuma, sin el viento que choca con los pulmones bien abiertos, con los brazos en alto, con la cara mojada por el rocío de una playa? ¿Qué son los ojos sin mirada? ¿Qué es caminar sin firmeza? Nada, y sin embargo al desmembrar el pasado, la pena y el arrepentimiento, la flor crece, como la de un cactus que entre espinas se levanta, la flor mas hermosa, el recuerdo más añorado; el espejismo, que de deseos como sed, construimos en el desierto de nuestra desesperanza.

La vergüenza es por inexperiencia. Es el ego el que permite creer la existencia de un balcón en donde uno juzga sus errores parado de puntitas, sin poder siquiera ver afuera de la comodidad y causalidad del fétido confort. Vive anhelando, quizás hasta engañándose, por no estar engullido en la mierda del mundo, y en realidad, teniendo los residuos y cicatrices de una vida marcada en cada dedo, en cada gota de sangre, en cada silencio y ausencia. Son sólo sollozos por las falsas ilusiones que en su momento las promesas construyeron. Todo, un montón ladrillos de un castillo abandonado, jamás terminado, y la imperiosa necesidad del regente de ese palacio en construirlo con sus propias manos, manos llenas de sangre, llenas de muerte. Ahora el señor del castillo yace viejo y decrépito, olvidando la grandeza de su imperio, de su reinado. Él solo se ha quedado construyendo su ansiado proyecto, condenado en la aspiración de terminar lo inalcanzable.